Monday, May 21, 2012

21-05


Todos los años en la misma fecha cuando sus visitantes ocasionales o fortuitos se empecinaban en cantarle el "feliz cumpleaños", se ponía a llorar.
A los dos años lloró, de una manera desconsolada, enloquecida, fluvial. También a los tres, a los cuatro y a los cinco, lloró, y eso le provocaba una impotencia desesperante a sus padres.
Después, las formalidades impuestas por la sociedad la hicieron recapacitar y reprimir un poco esa costumbre maldita, ese instinto lacrimoso y marítimo, y a medida que crecía, el llanto se hacía más tenue, tanto que sus amigos nuevos podían conjeturar que se trataba de una emoción alusiva a la fecha. Los viejos olvidaron la desmesura original.
Lloraba menos, pero una tristeza plomiza la conmovía.
Setenta años igual. Como si ese cantito anodino y presuntamente ingenuo le recordase amargamente el paso del tiempo (¿y que es una fiesta, sino el adornamiento colorido del cruel paso de las horas?) y el sendero irreversible hacia la muerte. Como si esa conmemoración, le trajese desde un pasado recóndito el dolor común a todos los hombres, y sólo disimulado, por el enloquecido vértigo del hacer y el poseer.
Como si cada vela apagada fuese un daño fatal, un circuito de su propio cuerpo conminado al desuso y al olvido.

Imagen: Cecil Beaton (Los créditos son de Flowers, siempre)

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